CÁRCELES: LAS PROHIBICIONES GENERAN CORRUPCIÓN
Equipo de Presos Políticos del ELN
El modelo penitenciario impuesto por los Estados Unidos a Colombia, conlleva un régimen de prohibiciones absurdas, que se transgreden por los que tienen el dinero para sobornar a los funcionarios, quienes deberían vigilar porque se cumpla.
Como se sabe, la prisión se ha instituido para castigar al infractor de la ley, obedeciendo a unos cánones que establecen que, a pesar de todo, el castigo no es el fin en sí mismo, sino que este es un medio para buscar la «resocialización» del penado, a través del trabajo, el estudio y las disciplina, que pretende hacer reflexionar sobre la inutilidad de la anomia (costumbre de incumplir las normas).
Pero, ¿Y si los encargados de ese proceso son los que incumplen la norma? El precepto evangelista lo deja claro: «si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán al mismo hoyo» (Mateo 15:14). Con esto nos referimos a que, el Código Penitenciario prescribe una serie de parámetros encaminados a la resocialización del «delincuente», y nos encontramos con que quienes menos los cumplen son los encargados de aplicarlos.
Sea el caso tratar aquí uno de esos aspectos: es lógico que de por sí, el régimen penitenciario de cualquier país consiste en una serie de prohibiciones y restricción de derechos, empezando -como es obvio- por el de la libertad. Pero, hay un conjunto de prohibiciones que, en vez de evitar incitan y promueven el delito, tal es el caso de la corrupción.
Se ha considerado que para que el penado se resocialice, es necesario privarlo de algunos aspectos que harían menos penosa su encarcelamiento, aunque estos sean para satisfacer necesidades básicas y, algunos gustos que, en ningún modo disminuyen ni aumentan la pretensión del «tratamiento penitenciario». Así, en vista de que esas pequeñas comodidades, cómo la comunicación con el mundo exterior a través de la tecnología, el uso de un radio, un televisor, una comida medianamente agradable, etc., están tajantemente prohibidas en la ley, la vía subrepticia se presenta como alternativa y eso implica corrupción, pues los funcionarios aprovechan para cobrar por esos «servicios», que de otra forma serían imposibles de suplir.
Lo anterior desata una espiral de ilegalidad interminable: soborno, especulación, tenencia de elementos no permitidos, operativos, decomisos -cada que se destapa un escándalo (originado por lo general por las excentricidades de los políticos presos; no por los presos políticos), sanciones disciplinarias y penales, más prohibición, más sobornos, más especulación, más escándalos, más operativos… De manera que la norma en vez de desincentivar el delito, lo potencia, haciendo -por demás- más rentable y costoso el negocio del que se lucran los intermediarios en su mayoría funcionarios, quienes asumen esta práctica como una especie de «sobresueldo» o valor agregado, para usar un tecnicismo economista. Esto también debido a que realmente la remuneración legal de dichos funcionarios es una verdadera miseria, como lo es la de la mayoría de la población que tiene la fortuna de contar con un empleo.
En conclusión, la cárcel en vez de corregir al infractor, corrompe al corregidor por dos razones fundamentales: las prohibiciones irracionales que no son funcionales al objetivo del «tratamiento penitenciario», y por los paupérrimos salarios de los funcionarios, que hace que éstos aprovechen la situación para obtener algunas ganancias adicionales. Los ciegos, entonces, no son los encargados de «hacer cumplir la norma», sino los que la hacen: los legisladores que queriendo castigar severamente al delincuente, incentivan la corrupción de la que ellos, en muchos casos, son excelentes ejemplos.