Guerra, crisis y lucha social en Europa.

En los últimos años hemos visto el aumento y recrudecimiento de los conflictos y guerras en el mundo, mostrándose las disputas entre Estados, las luchas de los pueblos por sus reivindicaciones históricas y una profunda crisis del modelo neoliberal hegemónico, el cual si bien no está todavía superado, se enfrenta a serios retos producto de sus propias contradicciones.

En todos los continentes se han desatado luchas importantes en los últimos años: los levantamientos populares en Nuestra América (Colombia, Ecuador, Chile, Perú), los levantamientos militares en el África subsahariana (el caso más reciente es Burkina Faso), la lucha de resistencia Palestina y la guerra de Siria e Irak en el Asia Occidental, así como el conflicto en Taiwán y las tensiones en Korea, son muestra de que el planeta está pasando por un momento convulso, producto del agotamiento del modelo neoliberal que triunfó en la Guerra Fría y que nos vendió la idea de que había llegado el mal llamado «fin de la historia».

Europa, el continente que durante los últimos años se presentó como la representación máxima de la prosperidad económica y de la estabilidad social, supuestamente ajeno a los conflictos del mundo, no está por fuera de esta dinámica global. La situación en Ucrania vuelve a poner en suelo europeo una guerra a gran escala, algo que las generaciones jóvenes no conocían; pues a excepción de la Guerra de los Balcanes en los años noventa, desde la Segunda Guerra Mundial Europa no había presenciado un enfrentamiento bélico a gran escala. Sin embargo, la guerra en Ucrania no es la única manifestación de la crisis que vive este continente, es más bien la gota que rebasó el vaso: se han venido acumulando una serie de conflictos y problemáticas que estallaron poco a poco, poneniendo en evidencia el estancamiento del modelo de la UE (Unión Europea) y su visión del desarrollo.

Desde la crisis económica de 2008 varios países del sur de la UE han quedado totalmente quebrados (Grecia, Portugal, Rumanía y en menor medida España e Italia) teniendo que hipotecar su economía a los países con economías fuertes como Alemania y Francia. Esto ha derivado en dos grandes problemas: por un lado, en un empobrecimiento masivo y acelarado de la población, donde la tan afamada clase media europea tiende a desaparecer, quedando en condiciones socioeconómicas más similares a las de América Latina que a las de sus vecinos de Europa del Norte, y por otro, la pérdida de toda soberanía como Estado; los países periféricos en Europa han quedando atados a los recortes que se les exige desde las altas instancias económicas de la UE, es decir, que quien define la política del conjunto de los países europeos termina siendo la gran burguesía alemana y en menor medida la francesa. Sin embargo también es claro que desde la mitad del siglo pasado, las grandes potencias (Alemania, Reino Unido y Francia) quedaron totalmente subordinadas a los EEUU, y puestos en segundo plano en la conducción del Bloque Occidental, que en ese momento se enfrentaba al Bloque Socialista.

En medio de esta condición de subordinación respecto a EEUU, y asfixiados por su situación de decadencia económica, las potencias europeas lanzaron durante la década pasada una serie de campañas militares con el propósito de recuperar algunas de sus posiciones de influencia, sobre todo en Asia Occidental. Intervinieron en Siria, Libia, Irak, Afganistán y Egipto. Sin embargo, los resultados fueron contraproducentes, pues no solo se encontraron con la resistencia de los pueblos a la intervención sino que tuvieron que competir con el Bloque de países emergentes liderados por Rusia y China, los cuales le pusieron freno al conjunto de la OTAN en los países que sufrieron intervenciones en la mal llamada «Primavera Árabe».

La intervención imperialista llevó a que Europa se volviera blanco de los ataques de las organzaciones islámicas, generando un problema de seguridad dentro de sus fronteras pero trayendo consigo el crecimiento de la extrema derecha. El empobrecimiento, el descontento, la migración masiva desde los países que afrontan la guerra, el aumento de la conflictividad social y del fascismo son todo consecuencia de la continuidad del colonialismo histórico europeo y su incapacidad para construir un modelo dentro y fuera de sus fronteras que sea realmente democrático, por más que lo pregonen.

La segregación y el racismo brutal que viven muchos países «cuna de la civilización occidental», trajeron potentes movilizaciones como las que vimos este año en Francia, donde no sólo se movilizaron los trabajadores históricamente organizados en torno a los sindicatos y la defensa de sus derechos, sino también amplias capas del proletariado migrante que sufre las peores condiciones de explotación y persecusión por parte del Estado. Este año las protestas fueron tan fuertes que incluso hubo enfrentamientos armados en las calles de París, se vive un escenario similar al de las protestas en 2021 en EEUU, donde la brutalidad policial obtuvo una respuesta popular masiva en las calles.

Mientras tanto, la guerra en Ucrania se estanca, los costos de la ayuda europea en el frente impactan en la calidad de vida de los ciudadanos, sobre todo de los países periféricos de la UE, se han encarecido los servicios básicos como la electricidad, el gas, el combustible y la comida. Con la excusa de la guerra los grandes monopolios han podido subir los precios de los productos de forma astronómica aumentando la precariedad, disminuyendo el nivel de vida y generando las condiciones ideales para que se fortalezcan las propuestas del fascismo que clama por mano dura, seguridad y expulsión de los inmigrantes.

Es una serpiente que se muerde la cola; pues son las mismas políticas de intervención militar y explotación en terceros países (África y América Latina sobre todo) los que conducen a las olas masivas de migración, es el nivel de acumulación de riqueza lo que impide a nuestros pueblos desarrollarse y empuja a miles a cruzar el mar por una mejor vida, cuando no hablamos de quienes tienen que huir por motivos de la guerra o persecusión política. En la mayoría de los casos el reconocimiento al derecho del asilo, la protección internacional o el refugio es un privilegio (salvo para los ucranianos), mientras la gran mayoría de los refugiados políticos y económicos quedan en una condicón de abierta vulnerabilidad, que permite que sean explotados en trabajos donde no se les contrata según las condiciones legales, con un sueldo miserable (lo que los mantiene siempre pobres) y construye el mito de que le quitan el puesto a los trabajadores locales; mentira que es el pilar de las propuestas fascistas que han tenido fuerza en Alemania, Francia, Dinamarca, Holanda, Italia, España y Hungría.

La respuesta de las fuerzas políticas socialdemócratas tradicionales consiste en pactar con la derecha y ceder a cambio de no perder el gobierno, quedando muchas veces en posición de debilidad y permitiendo que los sectores más reaccionarios y explotadores se fortalezcan.

Aún así no todo el panorama es desalentador, en muchos países los pueblos han plantado cara al fascismo, y no solo en las urnas, el caso de Grecia donde el partido neonazi Amanecer Dorado fue exterminado gracias a la lucha antifascista callejera, los luchadores internacionalistas que han ido a combatir a los fascistas en el Donbáss y el levantamiento popular de este año en Francia, nos muestra como en medio de condiciones complejas los pueblos se organizan para seguir luchando. Seguramente las sensibilidades internacionalistas expresadas en el apoyo a la lucha en Palestina serán combustible las nuevas alternativas que vayan naciendo, en contra de un modelo caduco y fracasado que nos recuerda que incluso en el «paraíso del Estado de Bienestar» el capitalismo sigue sin ser una opción para la Humanidad.

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